Hace un año estrené este espacio con el firme propósito de que se pareciera lo menos posible a una columna de periódico. Para ese entonces no sabía que me esperaba un año tan movido: tomé 29 vuelos. Estuve en la residencia de escritores de Iowa: cuatro calles, un río lleno de patos y de puentes. Conocí a T.C Boyle. Adopté un jaguar. Vi mi reflejo distorsionado en el frijol de Kapoor. Atravesé el puente de Brooklyn. Manejé cinco días alrededor de Yellowstone buscando geíseres. Era finales de mayo y aún seguía nevando. Casi muero de frío. Vi montones de osos y de lobos, quizá por eso, mi próxima novela, está llena de aullidos.
Mi poema de cabecera fue El arte de perder de Elizabeth Bishop. Perdí a Dante, mi gato, perdí mi empresa, perdí dinero, perdí la confianza en los demás y las ganas de pararme de la cama. Pensé que era porque estaba triste pero no, resultó que tenía la tiroides descuadrada. Bienvenida al régimen de la Levotiroxina. Cincuenta miligramos en ayunas durante el resto de la vida. Reviví el viejo miedo de sentirme sola en el mundo, como si no lo supiera desde que tenía 11 años y mataron al papá. Perdí un amigo. Se llamaba Martín y voló en caída libre desde lo alto de una montaña. Perdí a Curry, mi perra, pero la volví a recuperar. Perdí juventud, lo sé porque me volví adicta a la soda. Soda con mucho hielo. Soda con limón. Un chorrito a la Coca-Cola Zero. La gente insiste en decirme señora y yo giro la cabeza a ver a quién están llamando. Sí, es a usted, señora Sara. «Lo peor de envejecer es que no se envejece», decía Wilde y, como siempre, tiene razón. Me duele el cuello a menudo. Voy al quiropráctico dos veces al año. Bishop asegura que el arte de perder se domina fácilmente y les juro, les juro que es verdad. Cuando la resta llega a cero no queda más opción que empezar otra vez a sumar.
Vi ballenas en Nuquí. Gané un premio literario. Sembré 30 árboles. Sigo invicta de Covid. Leí 47 libros. Asistí a 28 clubes de lectura. Comenté y corregí 300 textos de mis alumnos. Charlé con Peixoto. Terminé la novela: Escrito en la piel del jaguar.
Confieso que haber resuelto tantas sumas y restas fue la mayor inspiración para mis columnas. Hoy miro hacia atrás y comprendo que lo único que me sostuvo en pie fue la escritura: la ilusión de avanzar la novela, el hecho de que las dos anteriores sigan sumando ediciones, traducciones y alegrías. Esta no-columna que ya ajusta un año de obligarme a mirar lo que llevo adentro y expulsarlo en forma de palabras con la esperanza de que algún lector pueda identificarse con ellas. Si ese lector eres tú, gracias: por aceptar este invento literario, por abrazar otros temas, por permitir que mis experiencias personales se vuelvan colectivas por obra y gracia de la literatura. Gracias, porque si tú sigues leyendo yo puedo seguir escribiendo y escribir es lo que me mantiene viva.