“La ansiedad está en todas partes. Siempre lo ha estado. Sin embargo, en los últimos años ha dominado nuestras vidas como nunca lo había hecho antes”, escribe el neurocientífico y psiquiatra experto en adicciones estadounidense Judson Brewer al comienzo de su nuevo libro, Deshacer la ansiedad.
Ya sea por las consecuencias de una pandemia que nunca parece acabar, el estrés del trabajo, el uso excesivo de redes sociales o la incertidumbre ante el cambio climático, cada vez más gente parece padecer esto que Brewer se niega a catalogar como un “trastorno”, o al menos no en todos los casos.
Y es que, según el autor, no es lo mismo padecer trastorno de ansiedad generalizada (TAG) que sentir algo de ansiedad antes de dar un complicado examen final, por lo que no todo problema puede solucionarse con una receta: “Descubrí que podía enseñar a los demás a ser conscientes de las emociones incómodas (en lugar de acostumbrarse a evitarlas); podía ofrecerles un método para gestionar y trabajar sus emociones que no consistiera en prescribirles una simple pastilla”.
Autor de La mente ansiosa y best seller de The New York Times, Brewer explica en su último trabajo la importancia de los buenos hábitos como uno de los remedios caseros para la ansiedad, y cómo conocer nuestro cerebro puede ayudar a descubrir los factores que la desencadenan y la vuelven, también, un hábito.
Escribe el autor en Deshacer la ansiedad, editado por Paidós: “Me propuse crear un programa para ayudar a las personas a superar sus hábitos perniciosos, poderosamente vinculados e incluso impulsados por la ansiedad. De hecho, la ansiedad es, en sí misma, un hábito dañino. Ahora es una epidemia. Este libro es el resultado de esa investigación”
La ansiedad es como la pornografía. Es difícil de definir, pero sabes lo que es cuando la ves.
A menos que no puedas verla, claro.
En la universidad, yo era un tipo ambicioso de personalidad tipo A y me encantaban los desafíos. Crecí en Indiana como uno de los cuatro hijos de una madre soltera, y cuando llegó el momento de elegir universidad, envié la solicitud a Princeton porque mi asesor escolar me dijo que jamás lo conseguiría.
Al llegar al campus (sin conocerlo previamente), me pareció que era un niño en una tienda de caramelos: me sentí anonadado ante la avalancha de oportunidades que se me presentaban y quería hacerlo todo.
Quise entrar en un grupo de canto a capella (y me rechazaron legítimamente), me uní al equipo de remo (por un semestre), toqué en la orquesta (y fui copresidente de su órgano de gobierno en mi último año), organicé excursiones para el programa al aire libre, participé en el equipo de ciclismo (por un periodo relativamente breve), aprendí escalada en roca (invertía, religiosamente, muchas horas a la semana en la pared de escalada), formé parte de un colorido equipo de marcha conocido como los Lebreles de la Casa del Hachís, y mucho más.
La experiencia universitaria me gustó tanto que en verano me quedaba en el campus, donde me curtí en el laboratorio de investigación. Ah, y complementé mi licenciatura en Química con un título en interpretación musical, para redondear mi educación. Cuatro años que pasaron como una exhalación.
Cuando estaba a punto de acabar mi último año y me preparaba para acceder a la Facultad de Medicina, pedí una cita con el médico de la universidad porque, pese a toda mi actividad, me encontraba mal. Tenía calambres estomacales y una hinchazón severa, y a ello se unía la urgencia de acudir rápidamente al baño para aliviar los intestinos, algo que nunca antes me había ocurrido. Empeoró tanto que tuve que planificar las rutas de mis carreras diarias para asegurarme de que había un baño cerca.
Cuando le expliqué mis síntomas al médico (era la época anterior a Google, por lo que no me presenté en la consulta con la arrogancia del autodiagnóstico previo), me preguntó, inquisitivamente, si estaba estresado o ansioso. Respondí que en modo alguno, que eso era imposible, porque hacía ejercicio cada día, comía saludablemente, tocaba el violín, etcétera. Mientras él escuchaba pacientemente, mi mente insistía en negar la ansiedad y saqué a relucir una posibilidad (remotamente) plausible: había ido de excursión hacía poco, y, sin duda, no purifiqué correctamente el agua (aunque soy muy cuidadoso con este tipo de cosas y nadie más enfermó).
«Debe ser giardiasis», una infección amebiana que se contrae al ingerir agua sin purificar en entornos naturales y que se manifiesta en forma de diarrea severa; eso fue lo que le planteé al doctor con la mayor convicción posible. Sí, sabía lo que era la giardiasis (después de todo, era médico), y no, mis síntomas no parecían propios de dicha dolencia. Yo no quería ver lo que tenía delante: estaba tan estresado que mi ansiedad se somatizaba en mi cuerpo, porque mi mente la ignoraba o la rechazaba de plano. ¿Ansioso? Ni hablar. Yo no.
Tras diez minutos en los que intenté convencer al médico de que yo no podía padecer ansiedad, y que no tenía algo que él llamaba síndrome de colon irritable (y que se manifiesta con los mismos síntomas que yo le estaba describiendo), se encogió de hombros y me recetó el antibiótico que supuestamente iba a limpiar mis intestinos de Giardia, causa teórica de mi diarrea.
Evidentemente, mis síntomas continuaron, hasta que al fin descubrí que la ansiedad adopta muchas formas, desde un ligero nerviosismo antes de un examen a grandes ataques de pánico e incluso apretones intestinales que me obligaban a memorizar todos los baños públicos de Princeton, Nueva Jersey.
Un diccionario online define la ansiedad como «la sensación de preocupación, nerviosismo o inquietud típicamente suscitada por un acontecimiento inminente o una situación de resultado incierto». Esto lo abarca prácticamente todo. Ya que todo acontecimiento que esté a punto de suceder es inminente y como lo único de lo que podemos estar seguros es de que todo es incierto, la ansiedad puede aflorar en cualquier lugar, situación o momento del día.
Podemos tener un asomo de ansiedad cuando un compañero de trabajo pasa una diapositiva con los resultados trimestrales de la empresa, o un brote de ansiedad si el mismo colega asegura que en las próximas semanas habrá despidos y aún no se sabe cuántas personas perderán su empleo.
Hay quien se despierta con ansiedad por la mañana, con un nerviosismo que lo mantiene despierto como un gato hambriento, que va seguido por una preocupación inquebrantable que lo mantiene más y más alerta (sin necesidad de café) y persiste a lo largo del día sin que el individuo sea capaz de descubrir el motivo. Es el caso de mis pacientes con un trastorno de ansiedad generalizada (TAG), que se despiertan ansiosos, pasan el día preocupados y alargan su preocupación bulímica hasta la noche, alimentándola con el pensamiento «¿por qué no puedo dormir?».
Otros individuos sufren ataques de pánico que sobrevienen de repente o (como me ocurre a mí) los despiertan en mitad de la noche. Otros se preocupan por cuestiones o asuntos específicos, y, sin embargo, permanecen impertérritos ante otros acontecimientos o categorías que supuestamente deberían ponerles nerviosos.
Evidentemente, sería muy antipsiquiátrico por mi parte no mencionar que existe una dilatada lista de trastornos de la ansiedad. A pesar de mi formación médica, siento ciertas dudas a la hora de etiquetar algo como un trastorno o una dolencia, porque, como veremos enseguida, buena parte de estas situaciones se manifiestan como consecuencia de un ligero desajuste de los procesos naturales (y normalmente útiles) de nuestro cerebro. Es como etiquetar «ser humano» como una dolencia.
Cuando se manifiesta un «trastorno», pienso que la mente/cerebro se asemeja a una cuerda de violín ligeramente desafinada. En esta situación, no consideramos que el instrumento sea defectuoso ni nos deshacemos de él, sino que revisamos lo que está mal y tensamos (o aflojamos) las cuerdas para seguir tocando.
Sin embargo, para simplificar el diagnóstico y la facturación, los trastornos de la ansiedad abarcan toda una gama, desde fobias específicas (por ejemplo, el miedo a las arañas) al trastorno obsesivo-compulsivo (por ejemplo, la preocupación ante los gérmenes, que se traduce en un constante lavado de manos) y al trastorno de ansiedad generalizada (que básicamente es lo que parece: una preocupación excesiva ante las cosas cotidianas).
Lo que acciona el interruptor y transforma la ansiedad cotidiana en un «trastorno» pertenece a la mirada de quien establece el juicio clínico. Por ejemplo, para cruzar el umbral y merecer un diagnóstico de trastorno de ansiedad generalizada, alguien debe padecer una ansiedad y una preocupación excesivas en relación con «una gran variedad de cuestiones, acontecimientos o actividades», y ello debe ocurrir «durante al menos seis meses y de una forma notablemente excesiva».
Me encanta la última parte: «notablemente excesiva». Tal vez me dormí en la clase en la que nos explicaron cómo determinar exactamente cuándo la preocupación pasa de ser insuficientemente excesiva a claramente excesiva y marca que ha llegado la hora de sacar el bloc de recetas y recurrir a la medicación.
Como la ansiedad es un proceso interno que no aparece en forma de gran tumoración visible a un lado de la cabeza, debo formular a mis pacientes toda una batería de preguntas para descubrir cómo se manifiesta en ellos. Ciertamente, yo no supe que padecía ansiedad hasta que sumé dos más dos y acabé por relacionar la exhaustiva localización de los baños en mi ruta para correr con la preocupación.
♦ Nació en Estados Unidos en 1974.
♦ Es neurocientífico y psiquiatra especializado en tratamiento de adicciones.
♦ Escribió libros como Deshacer la ansiedad y La mente ansiosa.
Seguir leyendo: